viernes, 1 de mayo de 2009

Leyendas

Leyendas


La pálida quinceañera trataba por todos los medios de no hacer ruido al entrar al templo. Como cada mañana, el cuenco de fruta bailaba en su cabeza, en sus manos, las cestas de flores y esencias que debía colocar en el altar. Todo esto, claro está, en el mas absoluto silencio.

La verdad era que tenía miedo. La última vez que interrumpió la meditación de la Suma Sacerdotisa, su torpeza le había costado una buena paliza por parte de los guardias del santuario. Por eso, porque solo era una simple esclava, su trabajo tenía que ser algo imperceptible para los ojos de los demás.

Aquel día, como tantos otros, las orquídeas, lirios e iris fueron a parar a los pequeños pedestales que flanqueaban el ornamento central; las rosas y nomeolvides a los pies de las representaciones divinas; las esencias, en sus cuencos y frascos, alineados cuidadosamente en la mesa de ceremonias y las frutas acomodadas en la enorme vasija como ofrenda a la imponente efigie del dios.

Suspiró al recordar el por qué de su situación. Aquella devastadora incursión en el valle, los soldados incendiando los hogares en busca de aquellos a los que llamaban instigadores. El caballero de armadura negra como la pez, que se escudaba en su yelmo siempre bajado, y en el nombre del Dios Supremo para robar las riquezas de las aldeas e imponer su ley donde quiera que pasase.

Sus padres, al igual que la mayoría de los adultos del pueblo, habían sido asesinados a manos de sangrientos guerreros que no conocían la piedad. Los mas jóvenes, sobre todo jovencitas como ella, que habían tratado de esconderse o huir, habían sido reducidas a la esclavitud, ya fuese para servir a los nobles o para trabajar en los templos.

La única razón, en realidad, por la que había comenzado aquella caza de brujas contra los extranjeros, eran las noticias que traían del otro continente.
Decían que no había un solo dios. Decían, que mas allá del océano los elfos veneraban a la Madre Tierra. Que tras el horizonte aparentemente infinito que delimitaban las montañas heladas habitaban seres luminosos provistos de alas con blanquísimas y aterciopeladas plumas, y que cuando se ocultaba el sol, extrañas criaturas de ojos rojo carmesí alzaban sus cantos para honrar a la luna.

Y aquella misma noche, mientras los habitantes del pequeño valle devoraban con ansia las historias de los viajeros, los guardias que escoltaban al Caballero Negro habían acabado con todo.

Recordaba con angustia lo sucedido, la pérdida de sus hogares, sus familias, las muertes. La vida de esclavitud a la que estaba atada desde entonces. Sin darse cuenta, se había quedado parada frente a la estatua de rostro plano que dominaba el enorme habitáculo de piedra caliza, las lágrimas luchando por salir a la superficie y sin embargo, consciente de que no podía llorar.

Y así la encontró la Suma Sacerdotisa, al salir de su claustro privado escoltada por dos enormes soldados. Un sonoro bofetón la sacó de su ensimismamiento, seguido de un golpe que la lanzó con fuerza contra la escultura.

El rostro de la anciana se tornó rojo como la grana, cuando los cabellos oscuros de la joven rozaron el pie de cobre de la estatua.
- ¡Como osas tocar a Dios, tú sucia esclava!
Dispuesta a golpearla de nuevo, la mujer la agarro con fuerza del brazo, zarandeándola para que se levantase.

Los ojos inexpresivos de la efigie divina se iluminaron, obligando a la vieja sacerdotisa a soltar a la esclava. Sorprendida y temerosa de la ira de su dios, la anciana se postró sobre sus arrugadas y callosas rodillas, rezando y pidiendo perdón.
- Lo sentimos, Señor, en nombre de esta insolente muchacha que ha osado perturbar tu quietud. ¡Castigad a la esclava que se atrevió a tocaros, Señor! ¡Castigadla a ella y no a nosotros!

Tal cual petición fue realizada, los halos e luz que surgían de las pétreas corneas de la estatua se unieron sobre la muchacha, quien totalmente aterrorizada, se había entregado al llanto sin importarle las consecuencias.
Cegadores, los rayos envolvieron a la esclava, alzándola del suelo. Porque, se daba cuenta, tan solo era eso. Una esclava sin derecho siquiera sobre su propia vida. Y ahora, el dios que había estado honrando todo aquel año de servidumbre iba a acabar con ella.

La Sacerdotisa sonrió. Sonrisa que se congelo en su rostro ajado cuando, tras un destello, la niña calló de nuevo al suelo. Exhausta, pero viva.

Tras eso, la encerraron en las celdas de los próximos sacrificios. Las encargadas del templo decían que estaba maldita, que había desatado la ira del Dios Supremo. Decían que moriría por ello.

* * *

Los días pasaban monótonos en la lúgubre mazmorra, sin ser consciente del tiempo, de las horas. A su alrededor, esclavos, prisioneros de guerra, e incluso niños con deformidades eran ofrecidos al Dios Supremo como muestra de gratitud.

A las dos semanas, sin embargo, algo pareció cambiar en su interior. No solo algo, sino alguien. Una nueva vida crecía en su vientre virgen, su cuerpo puro encerraba ahora el fruto de aquel dios al que había llegado a odiar. Y crecía rápido. Muy rápido.

En un mes y medio, su embarazo ya era completamente visible. Sin embargo, esto no mejor demasiado su situación.
Negándose a que saliera a la luz el hecho de que una simple esclava fuera la portadora del Hijo de Dios, la Suma Sacerdotisa la había enclaustrado en unos sobrios aposentos con la única compañía de dos matronas experimentadas. Las ordenes habían sido claras: Solo importaba el bebé.

Entonces fue cuando empezaron los sucesos, a lo largo de todo el país.
Desde el continente desconocido comenzaron a llegar no solo viajeros, sino todas las extrañas criaturas que poblaban las historias de los viandantes. Todas ellas, luminosos seres alados o encapuchadas figuras de ojos escarlata, venían buscando lo mismo, aunque por diferentes razones. No obstante, había algo en lo que si coincidían: El niño era hijo del Dios Oscuro.

Nadie en Dsialtherión había oído hablar de aquella extraña divinidad que con tanto respeto nombraban los extranjeros. Y los religiosos, temerosos de la influencia de las habladurías, desmentían radicalmente los rumores, haciendo callar a los errantes y argumentando que la Suma Sacerdotisa no podía ser tocada por otro que por el Dios Supremo.

Aun así, nadie había sido capaz de disuadir a aquellos que buscaban a la joven madre. Y entonces mas que nunca, manteniéndolo en el mas absoluto secreto, la niña fue trasladada de nuevo a dependencias mas alejadas.
Meses pasaron en la oscura alcoba, sin otra luz que la que proporcionaban las lámparas de aceite, ni otro reloj que las marcas de tizón negro encima de la chimenea.

Llego el día del parto, y este se presentó extremadamente difícil. Desde el primer momento, la matrona le había dicho que no sobreviviría al nacimiento de su hijo.

Tras horas de indecible sufrimiento, dolorosas hemorragias y esfuerzos en los que las enfermeras habían temido incluso perder al niño por las caderas demasiado estrechas de su madre, todo había salido bien.
Todo… o casi todo. Ella había perdido demasiada sangre. Apenas pudo levantar la cabeza para ver el rostro de la niña, cuando una de las mujeres le acerco el mojado cuerpecito para que tuviera un bonito recuerdo de aquella vida.

Una niña, si. Una niña preciosa con unos grandes y profundos ojos negros.
Sus delicadas manitas aun agarraban con fuerza el rostro de la joven esclava cuando esta cerro sus ojos al mundo, para siempre.

Y asi, como cuentan las leyendas; asi, como muchos ya han olvidado, asi, es como llego la guerra entre luz y oscuridad a penetrar las imbatibles murallas de Ankhara.