miércoles, 23 de marzo de 2011

Selenne, Brillo de Luna

Contra todo pronóstico, la pequeña aldea de Krawl había sobrevivido.
Medio escondido entre las laderas de las montañas y parcialmente enterrado por las continuas avalanchas de nieve, el minúsculo pueblo persistía, inalterable a los estragos del tiempo.

Hacía años que no pasaba por allí, décadas quizás. Ahora caminaba por el extenso valle, dejando un rastro apenas perceptible en la vasta alfombra nívea que cubría la tierra.
Medio desnuda, medio congelada y apenas ya con fuerzas para seguir andando, Selenne se frotó los brazos, tratando de conservar algo de calor.

Pestañeó varias veces, intentando hacer caer los livianos copos de nieve que se adherían constantemente a los párpados.
Su aliento se condensaba casi en el mismo instante de respirar, y los dedos, escondidos bajo los brazos la mayor parte del tiempo, comenzaban a adquirir ya un ligero tono cianótico.

Notaba los labios cortados. Los cabellos pelirrojos le caían empapados sobre el rostro, tapando gran parte de su visión. Tampoco importaba demasiado.
Hacía ya horas que había dejado de sentir los pies, y aun así, seguía adelante.

El espejismo de su aldea natal la impelía a no darse por vencida, le daba esperanzas para continuar. Y sin embargo no era suficiente, y la muchacha era consciente de que sin fuego ni comida, no resistiría mucho más.

Sus ojos grandes y rasgados, del color de la plata líquida, se alzaron para admirar el cielo una vez más.
La luna llena la observaba indiferente desde su trono de estrellas, sorda para escuchar sus súplicas, inmune a su extenuación.

La semielfa dejó escapar un gemido antes de perder el sentido y regalar su conciencia a la oscuridad. El mundo se apagaba para ella.
En poco tiempo, la nieve borraría su rastro, y con él, el mero recuerdo de su existencia.

martes, 22 de marzo de 2011

Quisiera ser…

Quisiera ser como aquella piedra del camino,
Como aquella llama imposible de alcanzar.
Quisiera ser como las sombras del olvido,
Distantes en el cielo de mis ojos al hablar.
Quisiera ser como aquel sueño indefinido,
De perdidas ilusiones que se ahogan en el mar,
Quisiera ser como una vida sin sentido,
En el centro de una historia que no puede ser real.
Quisiera ser como aquella voz sin sonido,
Como el eco que retumba entre montañas sin cesar.
Quisiera ser como una bala sin destino,
Como un corazón hundido en mitad de un huracán.

martes, 15 de marzo de 2011

Eternal Sight

El Principio del Fin

Aún estaba adormilada.
Las ásperas sábanas se le pegaban a la piel desnuda, mientras trataba de levantarse para comenzar las tareas de aquel día.
Se pasó los dedos por el cabello, negro como la noche. Se lo había teñido hacía tantos años que le resultaba sorprendente lo extraña que se sentía aún cuando se miraba en un espejo.
Cambiando sus rizos rubios a morenos, había dejado atrás su casa, su pasado, su vida.

Bostezó.
Sus pies descalzos rozaron el suelo de madera, devolviéndola a la realidad. Sus ropas descansaban en un viejo diván, frente al jergón. Era lo único que había rescatado de su infancia, una montaña de libros de inimaginable valor. Al menos para ella.

Se restregó los ojos con los puños cerrados y comenzó a vestirse. Recogió sus bucles negros en una cola de caballo, y apretó el corpiño en torno a su cintura antes de descolgar el vestido del cuerno de madera clavado en la pared.

Salió de la habitación corriendo, con las zapatillas a medio poner, pero para cuando llegó a la cocina, la encargada de servicio ya la esperaba en la puerta con cara de pocos amigos.

- Llegas tarde!.- La reprendió con los brazos en jarras, sujetándose las faldas para poder agacharse al lado del fogón.

- Lo siento.- La joven se encogió de hombros con timidez.- Me he dormido.

- Siempre te duermes.- La rechoncha mujer se limpió las manos en el delantal.- No te pagan para hacer el holgazán, niña.

Se disculpó de nuevo. Sabía que la matrona le tenía cariño, a pesar de sus reproches y de lo duras que pudieran ser sus palabras en determinadas ocasiones.

Las horas entre los hornos de pan pasaban con una lentitud inaudita.
Ya era casi mediodía cuando, como todos los días desde hacía años, una pareja de soldados que ya rozaba la treintena asomaron los afeitados rostros por la puerta de las cocinas.

La ancha sonrisa de los dos hombres contagió a Shana, que limpiándose el hollín de las manos con uno de los trapos que debía llevar a las lavanderas, masculló una corta despedida a sus compañeras de faena y, cogiendo con fuerza el barreño con la ropa sucia, salió al pasillo tras los guardias en dirección a la fuente.

De mucho mejor humor del que se había levantado, dejó la tina junto a las piedras de lavar, y aceleró el paso hacia el patio de entrenamientos sin perder la sonrisa que le decoraba los labios. Adoraba aquellos pequeños descansos en que los soldados le enseñaban sus tácticas de lucha.

- Hoy pelearás conmigo.- Retó con voz socarrona el más alto de los dos.

- Ya te gané la semana pasada.- Respondió ella con orgullo fingido.

- Me cogiste desprevenido.- Gruñó mientras fulminaba a su compañero con la mirada.- No volverá a pasar.

Las suaves carcajadas de la joven se mezclaron con las del otro soldado, que le alcanzó una espada corta lo suficientemente ligera para que ella pudiese manejarla.
Sin esperar a que se pusiera en guardia, su contrincante atacó.
La muchacha le obsequió con un mohín de disgusto.

- Eh!.- Protestó.- Eso es trampa!

- En la guerra todo el mundo hace trampas.- Contestó el hombre rechazando una estocada baja.- Tu enemigo no dará tregua.

- Es posible.- Respondió frunciendo el ceño.- Pero yo no voy a luchar en ninguna guerra.

Contrariada por una lección que suponía aprendida hacía mucho tiempo, redobló sus esfuerzos en la batalla. El entrechocar de las hojas de las espadas se le antojaba una melodía metálica con un desenlace fatal.

Cuando practicaba, el tiempo no parecía importarle. Las horas, minutos y segundos que ocupaba con el acero entre las manos carecían de sentido, solo importaba la danza imprevisible de sus pies al compás de las fintas que realizaban.

El aire se detenía, los pájaros dejaban de cantar. Ni siquiera sabía con exactitud como lograba mantenerse en tan perfecta sintonía con el acero. El entrenamiento le daba la destreza, pero los años de concentración, de control sobre sí misma para no dejarse arrastrar por la fuerza de su poder, también tenían algo que ver.

O eso creía.