sábado, 18 de agosto de 2012

Ébano

Ébano

El espejo le devolvía una imagen menuda, pálida y delgada, apenas mucho mayor que una niña de 8 años. Tenía el pecho plano, y las caderas demasiado rectas para parecer una mujer. Los cabellos, largos y lacios, le caían por debajo de los hombros de un rubio tan blanco que parecía que la Luna había acampado en ellos. Un blanco níveo, tan puro como el del vestido de lino liso y de falda corta que cubría su desnudez.

La muchacha obsequió a su reflejo con una mueca desagradable, alzando la barbilla con orgullo ante la afrenta que tenía ante ella. Sus ojos sin iris, brumosos como las nieblas matutinas, se entrecerraron con odio y rencor, llenos de rabia sin un rumbo fijo. Tenía 16 años, y su aspecto era el de una mocosa que ni siquiera había sangrado por primera vez.

Apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en la carne, y finos hilillos de sangre recorrieron su piel hasta caer como lágrimas sobre el suelo de mármol. Una doncella delgaducha y de cabellos pajizos se acercó corriendo a ella con expresión horrorizada.

- Alteza, estáis sangrando!.- Exclamó con aquella voz chillona que tenía, cogiéndole las manos con delicadeza para limpiarle las marcas rojo oscuras con un pañuelo blanco de seda.

Ébano se zafó de ella con un gesto brusco. Hubiese puesto los ojos en blanco, si pudiera. Alteza. Ja. Esa era ella. Ébano, princesa de la Aguamarina, heredera de la corona que durante siglos había ceñido las frentes de los Reyes de las aguas. Y apenas podía montar a su yegua sin que la ayudase un mozo de cuadras. Patético.

Su madre, tratando en vano de no atraer la atención sobre su tamaño, la hacía acompañar siempre por criadas jóvenes, de no más de 12 o 13 años de edad. Pero al contrario de lo que cabía esperar, a Ébano aquello solo le recordaba su propia desgracia. Cada vez que miraba a una de las muchachitas encargadas de vestirla, peinarla o darla de comer, se veía de nuevo en el espejo, frente al reflejo de una pequeña de piel pálida y cabellos translúcidos, a pesar de que, según las leyes del reino, ya había alcanzado la mayoría de edad.

Ignorando por completo a la niña que trataba de convencerla para limpiarle la sangre de las manos, se dio la vuelta y se dirigió a la enorme puerta de entrada a sus aposentos. Necesitaba dar un paseo.

El castillo que servía de residencia a la familia Aquamarine era tan grande que podía haber acogido a un regimiento de diez mil soldados, dada la ocasión. Se trataba de una fortaleza de dimensiones gargantuescas erigida en el borde de un acantilado de 30 metros de altura, a merced del viento y las olas que lamían los salientes rocosos con cada subida de la marea.

En el interior, más allá de las puertas de la ciudadela fortificada, una llanura terrosa y salpicada de pequeños huertos y granjas se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Eran los vasallos de los señores del Agua, que vivían en el interior de la fortaleza. Agricultores, ganaderos, carniceros, panaderos y herreros, todos se amontonaban en las cabañas de adobe y madera que daban forma a las callejuelas y los barrios obreros de Ilequa.

Ébano se escabulló entre los guardias que patrullaban las puertas principales del ala principal del castillo. Su tamaño al menos tenía ciertas ventajas. Si no fuera por el anillo de cornalina y turquesa que llevaba siempre en el anular izquierdo, nadie habría pensado que se trataba de la heredera de la familia.

El viento soplaba débilmente dentro de los muros de la fortaleza, impregnándolo todo de un fuerte olor a sal. Los mercaderes habían colocado sus puestos en la enorme plaza enfrente de la capilla, y los nobles y ricachones que vivían en aquel lado de los muros paseaban con las cabezas erguidas, observando la mercancía y probándose joyas de tanto en tanto.

La niña suspiró, con la mirada nebulosa fija en las enormes puertas abiertas que daban paso a las zonas más pobres de la ciudad, tras la primera muralla. Si tan solo pudiera cruzar… Pero era imposible. Su regia madre jamás la dejaría salir del castillo, era demasiado peligroso.

La heredera del Agua no debe mezclarse con el populacho, la decía una y otra vez, es demasiado peligroso. La familia del fuego, gobernantes de Ardea, no dejarían pasar una oportunidad para deshacerse de la primogénita de los Aquamarine.

Lo que su madre no entendía, es que le importaba poco lo que intentaran hacerle los nobles del fuego. Probablemente, una vez descubrieran lo patética que era, se contentarían con encerrarla en unas mazmorras y dejarla morir de hambre, o pedirían un rescate por ella a su familia. Un rescate que estaba convencida de que no pagarían.

Pateó un guijarro tratando de lanzarlo en dirección a la aglomeración de gente congregada en torno a los tenderetes de los comerciantes. Se perdió entre la multitud, su anillo tallado prudentemente escondido en uno de los bolsillos de su vestido blanco.