jueves, 24 de noviembre de 2011

Eyden

En el fondo, era inevitable que se diese cuenta.
Ante todo, él la había creado, y no podía negar el vínculo que le unía a ella. Aunque lo hubiese intentado durante siglos.

Cuando Lillith se sumió el aquel letargo que a duras penas la mantenía con vida, el vampiro había perdido prácticamente toda conexión con ella. La sangre que circulaba por sus venas se había ralentizado tanto durante aquellos años que incluso, durante unos instantes, por su mente pasaron los más terribles pensamientos.

Por eso se acercaba de vez en cuando a la enorme casona victoriana, solo, se trataba de convencer, para asegurarse de que se encontraba bien. Y siempre estaba allí, dormida, en la misma posición que el primer día.

Pero entonces algo cambió en su sueño. Trataba de despertarse, y Eyden lo notaba. El vínculo que le unía a ella volvía a hacerse fuerte, insistente, empujándole hacia la muchacha que yacía tras las paredes falsas de su antigua mansión. Durante el trance que le había provocado el súbito despertar de Lillith, el joven había repasado mentalmente todos y cada uno de los problemas con los que podría encontrarse una vez saliera de su refugio.

Al contrario que él, la pequeña vampiresa no había conocido el comienzo de la tecnología, la evolución de los humanos tras la época que le había correspondido vivir. No conocía los logros de la civilización, ni tampoco los nuevos peligros que el mundo guardaba para ella. La preocupación le inducía a volver con su protegida más aún si cabe que la propia sangre que compartían.

La luna llena iluminaba la noche con un resplandor plateado, incidiendo con sus rayos en el punto exacto donde debía de encontrarse la antigua casona de la familia de Lillith. Eyden trataba de discernir la enorme silueta del edificio desde el cielo, entrecerraba los ojos intentando vislumbrar aunque fuese una pequeña sombra de lo que sabía que se encontraba allí. Pero ni siquiera su vista privilegiada le proporcionaba la más mínima pista.

Un rayo centelleó a lo lejos, advirtiéndole de la tormenta que se avecinaba. Pero ni la lluvia ni los truenos que amenazaban con reventarle los tímpanos eran lo suficientemente fuertes para aplacar sus ansias de ver a la pequeña Lillith. Su objetivo estaba demasiado cerca para que siquiera pensase en darse por vencido.

Y la culpa. El remordimiento. La responsabilidad de haberla convertido en lo que era, aunque fuera la única forma de salvar su vida. Sin su sangre, Lillith estaría muerta. Pero en cierto modo, lo estaba. Era cierto que aun caminaba, se alimentaba, dormía y despertaba. Pero su corazón ya no latía y ella ya no respiraba. Y aquello, en cierto modo, era culpa suya.

Llevaba siglos preguntándose a si mismo cual era la razón que le había llevado a hacer lo que hizo aquella noche maldita. Transformarla en un monstruo sin alma, arrebatarle el rubor de sus mejillas y el calor de su cuerpo a cambio de una eternidad de oscuridad que incluso el, habitante de la noche desde hacía tanto tiempo, aun aborrecía.

Aquella decisión, producto de un momento de debilidad, le atormentaba cada instante desde su partida. Se había marchado de su lado porque no podía soportar lo que había hecho, su egoísmo al querer conservarla a pesar de las terribles consecuencias que tendría su acción desesperada. Solucionar un acto egoísta con otro aún más cruel.

Un trueno resonó en el cielo a su alrededor, y el rayo que le acompañaba se descargó con furia contra las ramas de un árbol demasiado alto para su propio bien. El olor de la madera quemada penetró en sus fosas nasales sin previo aviso, recordándole el dolor de su propia piel quemada por la luz abrasadora del sol.

Por primera vez desde que salió de su hogar, a kilómetros de allí, Eyden dudó. No sabía lo que se encontraría una vez llegara a la mansión victoriana donde Lillith se había despertado.
Probablemente le odiaría.