domingo, 30 de octubre de 2011

Adhara

Adhara estaba sentada en un pequeño taburete, demasiado alto para una niña de diez años. Frente a ella, de pie sobre un escritorio de madera color caoba y con la cadera apoyada en un pisapapeles con forma de caballo alado, una muchacha diminuta la observaba en silencio. Tenía una larga melena rizada, negra como el carbón, y unas minúsculas alas nacían del hueco de sus omoplatos, de una oscuridad tan intensa que parecían absorber la luz de la habitación.

La pequeña la miraba con sus ojos castaños desmesuradamente abiertos, como si no pudiera creer lo que estaba viendo en aquel cuarto lleno de libros y objetos extraños. Y la verdad es que le estaba costando.

Dicen que todos los niños tienen fantasías de dragones, hadas y cuentos imaginarios. Pero ese no era su caso, nunca lo fue. Nunca había jugado con compañeros que nadie más que ella podía ver, ni echado la culpa de sus errores a alguna criatura fantástica salida de los cuentos de su niñez.

Siempre le habían dicho que era demasiado madura para su edad. Quizá tuvieran razón.

Y sin embargo allí estaba la prueba, justo delante de ella. Había llegado allí de casualidad, buscando algún libro interesante en la enorme mansión rústica de su abuela. Recordaba las historias que la anciana relataba años antes, cuando aún le emocionaban las leyendas y los mitos de caballeros, dioses y princesas y se reunía por las tardes con un pequeño grupo de chiquillos del pueblo para sentarse formando un corro sobre la alfombra de la biblioteca.

Pero creciendo en una gran ciudad donde su padre trabajaba como policía y su madre como mujer de negocios poco dada a utilizar la imaginación, era difícil alejarse de la cruda realidad incluso para una niña de tres años. La magia no era algo común en su vida.

Así que había crecido rápido. Solitaria, seria y mucho más responsable de lo que cabría esperar de una chiquilla como ella.

Luego, hacía poco menos de un año, su edificio había ardido en un incendio. Ni la policía ni los bomberos habían descubierto al culpable, y la versión oficial había sido una fuga en una de las cocinas del primer piso. Adhara solo sabía que para cuando llegó tras finalizar las clases, su casa tan solo era un montón de cenizas grisáceas entre escombros de lo que había sido un edificio de residencias adineradas.

Su madre había muerto en el incendio. No era raro que trabajase desde casa, y la declaración de los bomberos señalaba que nadie podría haberse dado cuenta de la fuga de gas antes de la explosión. Solo había sido un trágico y desgraciado accidente que se había cobrado demasiadas vidas.

Su padre, profundamente afectado por la muerte de su mujer, se había refugiado en el trabajo, y la había enviado a vivir con su abuela bajo la excusa de un trabajo peligroso y absorbente que no le dejaría tiempo para criarla el mismo. Era pequeña, dijeron, se adaptaría deprisa.

Tristes circunstancias para trasladarla al pequeño pueblo de York donde la anciana tenía su residencia, pero a la pequeña no le importó demasiado. Le gustaba su abuela, y aun recordaba los veranos con los niños de la villa y los cuentos e historias frente a la chimenea.

Además, al contrario que sus progenitores, la mujer no era tan estricta ni tan seria como aquellos con los que estaba acostumbrada a vivir. Y tenía una biblioteca enorme. Probablemente la enormidad de su biblioteca había sido la principal razón por la que no había puesto demasiadas pegas al dejar su colegio y su ciudad.

Lo que Adhara no había previsto, sin embargo, era que su pequeña mudanza supondría poner su mundo completamente del revés. Todo lo que había aprendido hasta entonces, la realidad, las fantasías, las verdades y las mentiras, todo se tambaleaba como si fuera el epicentro de un terremoto a escala mundial.

Porque allí estaba ella, sentada en un taburete demasiado alto para una niña de diez años, frente a una mesa de madera color caoba que presidía el extraño despacho de su abuela. Y mirándola con curiosidad, apoyada en un pisapapeles con forma de pegaso, había un hada diminuta cuyas alas oscuras como una noche sin luna no dejaban de moverse un solo segundo. Vestida con el pétalo de un lirio silvestre de un color blanco inmaculado que destacaba enormemente con sus ojos y su cabello.

Un hada de verdad.

Y la estaba viendo con sus propios ojos.