miércoles, 16 de mayo de 2012

La Luna en la Tormenta

La lluvia golpeaba insistente las enormes vidrieras de colores que decoraban inertes los ventanales de la catedral. Las escenas inmortalizadas en sus mosaicos mostraban escenas de increíble belleza, donde galantes caballeros de brillante armadura rescataban a princesas de las garras de feroces dragones hambrientos, o generosos reyes recibían visitas en salones majestuosos recubiertos de tapices de seda.

La tormenta mantenía a los aldeanos en el calor de sus hogares, indiferentes a lo que ocurría en las oscuras calles de la ciudad. Los truenos retumbaban entre los pequeños edificios de adobe y piedra, mientras rayos relampagueantes alumbraban aquí y allá, iluminando pequeños retazos de historia.

Indiferente a lo que ocurría en el interior de las casas, una figura encorvada se acercaba por las callejuelas cenagosas a la catedral. Iba envuelta en una capa de lana raída, y en sus manos sujetaba un bulto envuelto por mantas que mantenía fuertemente apretado contra su pecho.

La silueta llegó a las puertas del templo a trompicones, empapada, pero en pie. El fardo que llevaba entre los brazos se hacía pesado, pero se negaba a dejarlo allí, a la intemperie, sin nada que lo protegiera del viento tal y como llevaba haciendo ella desde que salieron del poblado. Pero al final, sabía que no podía quedárselo.

Las lágrimas que le surcaban el rostro no se distinguían entre las gotas de lluvia que corrían por sus mejillas, deslizándose como cataratas tras un abismo. Bajo la capucha, mechones de cabello rubio, casi blanco, se filtraban para moverse al son del vendaval que asolaba la región desde hacía días.

Protegiendo la preciosa carga con su cuerpo, hizo sonar las aldabas de hierro forjado que pendían de las inmensas puertas de la catedral. Dejó el bulto en el suelo, cubierto por gruesas lanas que apenas dejaban entrever su contenido.

Habría salido corriendo, pero no le dio tiempo. Antes de que pusiera un pie fuera del pórtico de piedra del templo, los goznes chirriaron, y la madera comenzó a moverse renqueante arrancando agudos lamentos al suelo embarrado de la escalinata.
La figura levantó la cabeza, paralizada. El terror que se dibujaba en sus ojos de plata se centró en el muchacho de apenas 15 años que la observaba desde la entrada.

Un grito desgarró la noche, alzándose sobre los truenos y la lluvia torrencial. Tras el joven comenzaron a oírse pasos, decenas, cada vez más cercanos, amenazando con evitar la huída inminente de la figura que, aún inmóvil, permanecía bajo la tormenta.

Un llanto cristalino emergió del fardo de tela, prestando al negro desconocido una oportunidad única que no podía desaprovechar. Y mientras el niño y los monjes que corrían a su encuentro se agolpaban alrededor del bebé que yacía a los pies de la catedral, una mujer de cabellos blancos nacarados y orejas puntiagudas contemplaba la escena desde la distancia, oculta entre las sombras de la tempestad.

lunes, 14 de mayo de 2012

La Tienda Escondida

Llevaba horas en aquella posición, contemplando las ondas que formaban los peces de colores al nadar en el estanque. Porque no miraba el agua, limpia y transparente ni los pequeños animales que aleteaban juguetones de lado a lado de la laguna. Simplemente observaba las finas líneas que se dibujaban cada vez que uno de los diminutos pececillos se acercaba con cautela a la superficie.

De vez en cuando extendía el brazo, con la palma abierta, como si quisiera acariciar el invisible escudo protector que su mente imaginaba suspendido a pocos centímetros del lago. Mantenía la mano ahí, durante largos ratos en los que las yemas de sus dedos casi rozaban la superficie. Pero nunca llegaba a tocar el agua. No, eso espantaría a los peces.

La piel azulada resplandecía con la luz del sol de mediodía, que se filtraba zigzagueante a través de las cortinas de la amplia habitación. Era una estancia extraña, al igual que el resto de la tienda. Completamente construida de madera, con aquél enorme lago artificial rodeado de rocas de río justo en medio, donde ella suspiraba por volver a su hogar.

El dueño sabía que necesitaba el agua. Incluso había traído peces para ella, esperando que la hicieran compañía. Pero no era lo mismo. La cadena de metal que la mantenía aprisionada la privaba de toda su energía, de su magia. No podía nadar con grilletes en sus tobillos. No podía caminar, alejarse más de unos metros de la pared.

Los cabellos azulados de la mujer comenzaban a secarse, y sus ojos azules, profundos como el océano, se apagaban poco a poco, igual que el brillo de su piel. Si no podía ser libre, se secaría como una hoja en otoño después de caer. Las náyades no estaban hechas para vivir encerradas en una pecera.