sábado, 20 de abril de 2013

La bruja de los pantanos


Su familia llevaba viviendo en los pantanos durante décadas.
Se dejaban ver poco por los aldeanos, a los que solo visitaban las ocasiones justas para proveerse de los enseres que no podían procurarse ellas mismas.

Vivir alejadas de la comunidad las convertía en extrañas, tanto para los lugareños como para los forasteros que de vez en cuando lograban atravesar las engañosas tierras para llegar a los pueblos pesqueros asentados allí.

Los rumores y habladurías hablaban de mujeres ermitañas con extrañas costumbres, de cultos extraños, de brujas.
Al menos, lo último era cierto.

La información que tenía acerca de su familia también era escasa. Lo que había llegado hasta ella estaba mal relatado, y probablemente distorsionado por siglos de relatos, leyendas y fanfarronadas.

Lo poco que había sacado en limpio hablaba de un antepasado suyo, muy anterior a instalarse en los pantanos de Rahasqa. Lo que no le quedaba muy claro era si se trataba de un hombre o una mujer. Le gustaba pensar que era lo último.

Fue ese antepasado suyo, el que, años atrás, había hecho un pacto con un Fata. O se había follado a un Fata. O ambas cosas. Ni su madre ni los libros se ponían de acuerdo en ese aspecto.

Pero aquello había creado un linaje de brujas, un linaje que se extendía hasta ella. Su madre le había dicho que desde que las memorias recordaban, todos sus antepasados eran mujeres. Mujeres que nacían de mujeres que nacían de mujeres. Los hombres eran pasajeros. Igual que su padre.

Reena no tenía la menor idea de la identidad de su progenitor, y no tenía ni un ápice de curiosidad por averiguarla. Su madre nunca le había hablado de él, y ella nunca le había preguntado. Lo único que sabía de él era que se trataba de un humano, dada la ausencia de rasgos de otras razas en su físico.

Solo había habido un hombre cercano a ella en su vida, el único amigo que había tenido nunca. Guardaba aún recuerdos de cuando era niña, y jugaba con su hermano entre las enormes hojas que surgían de la maleza mientras su madre pescaba o se acercaba al pueblo para visitar a los mercaderes.

La había visto aprender a andar, y enseñado a usar su primer cuchillo, estaba delante la primera vez que se manifestaron sus poderes, y también en su primer accidente, cuando casi hace explotar la caravana de un comerciante local que pasaba cerca de la cabaña.

Pero Nièll se había marchado con once años, cuando ella sólo tenía siete, y aunque al principio se había escabullido hasta la aldea de pescadores para visitarle de vez en cuando, pronto sus entrenamientos con la magia y sus quehaceres en casa la habían impedido volver.

Su hermano encontró una nueva familia, y, según tenía entendido, había llegado a capitán de la guardia con tan solo veinte años. Hacía tanto tiempo que no le veía que dudaba poder reconocerle si se lo encontraba frente a frente en aquel momento.

Pasó años entre el aprendizaje de las artes arcanas, la alquimia y las artes de la caza y la pesca, indispensables para poder sobrevivir en el pantano. Durante todo ese tiempo permaneció sola con su madre, estudiando, cazando y comerciando esporádicamente con aldeanos de los pueblos cercanos a cambio de  los pocos enseres que no podían procurarse ellas mismas.

Fueron años tranquilos, a pesar de todo. Ningún cazador se acercaba demasiado a sus tierras, y ellas no salían del pantano excepto una o dos veces al año, para vender género en la ciudad más cercana. Jamás habían tenido problemas. Hasta el día de su decimosexto cumpleaños.

Aquella noche la despertó un calor asfixiante dentro de la cabaña. Estaba todo lleno de humo, y apenas podía respirar o ver con claridad. A su lado, su madre yacía inconsciente, tendida en su lecho.

No tenía la menor idea de cómo se había iniciado el fuego, pero se había extendido tanto que apenas podía vislumbrar la puerta a través de las llamas. Con esfuerzo, logró sujetar a su madre por los brazos, arrastrándola a través de los escombros y las cenizas hasta llegar a la salida.

Agotada por el esfuerzo, se dejó caer de rodillas ante las ruinas llameantes de lo que hasta entonces había sido su hogar. Notó un golpe seco y lacerante en la nuca, justo debajo de la base del cráneo.
Luego, todo se volvió negro.