Durante eones reinó según su voluntad, y acumuló conocimiento suficiente para llenar el universo. Así, supo que su nombre era Niamh.
Pero en el interior de Niamh, el conocimiento se revolvía, libre y desordenado. Y en el centro de todo ese caos formado por saber y confusión, el orden encontró su lugar.
Porque había nacido del centro del caos, Niamh lo llamó Shonagh, y utilizó su conocimiento y le mostró sus dominios y lo que se encontraba en ellos.
Pero Shonagh era orden, y el orden no podía perdurar en el interior de Niamh. Siempre en conflicto, el caos y el cosmos luchaban por imponer su ley, creando y destruyendo, mientras que la energía pura de la que se alimentaban sus conciencias flotaba libre hacia los confines del universo.
Fue una de estas batallas entre los dos entes supremos la que, provocando una colisión mayor a cualquier otra que hubiese habido hasta el momento, originó la formación de Erin.
Al principio, el planeta no era más que una pequeña esfera de energía con el núcleo candente, tan compacto que casi parecía sólido. Pero Shonagh y Niamh lo vieron, y maravillados por su creación y el poder que guardaba, quisieron conservarlo y hacerlo evolucionar, insuflándole vida con la creación de los elementos.
Shonagh engendró el fuego abrasador, inmutable y poderoso, capaz de abrirse paso a través de cualquier obstáculo que encontrase a su paso. Y para contenerlo en aquel mundo que habían construido, creó la tierra, duradera e imperturbable, preparada para resistir el ímpetu del elemento ígneo.
Por su parte Niamh creó el agua, cambiante y fluida, enemiga natural del fuego, y para sembrar el caos entre los demás elementos, creó el viento. Y en medio de ese caos, los elementos llenaron el mundo, dando forma a los continentes y los océanos, las montañas y los lagos. Dando forma a las Tierras de Erin.
Pero la formación de la tierra generó energía, y la energía es la materia prima del caos. Nacieron así las primeras criaturas que hoy pueblan el mundo.
De la Tierra surgieron las bestias, y de las aguas y los ríos, los peces. El aire se llenó con el suave aleteo de las aves, y el fuego, queriendo presenciar el arte de la creación surgió de las montañas y se expandió por el mundo.
En el centro de Erin, aun ardiente, apareció la chispa de la magia, queriendo tocarlo todo. Y así, junto con el fuego, salió a la superficie e invadió el planeta y a sus criaturas, dando lugar a los Faèricos, para gobernar los bosques, los Anaèmos para reinar en los cielos, los Psariikos para poblar hasta el último rincón de los mares, y finalmente, a los Pyrènikos, para que dominaran al rebelde fuego.
Niamh observaba con deleite lo que por error había creado, y Shonagh, viendo lo que había hecho y que lo había hecho sola, supo que podía mejorarlo, y estudió con interés el planeta para intentar encontrar la clave de aquel fenómeno que llamaron vida.
Tres intentos hizo Shonagh, y con cada uno de ellos concibió una de las razas que hoy día pueblan las Tierras de Erin.
Puesto que la magia era energía que procedía de la voluntad de Niamh, Shonagh decidió forjar a sus criaturas inmunes a ella, y de esa forma evitar la influencia del caos. A sus primeras creaciones las llamó enanos, y les proporcionó conocimiento sobre la tierra y el fuego, para que fuesen duros como la roca y pudiesen manipularla a su potestad.
Pero Niamh vio que eran eternos, y que el fuego les daba fuerza, y la magia no provocaba el ellos cambio alguno. De modo que creó el tiempo, y los hizo envejecer y morir.
Los enanos eran fuertes, pero el tiempo transcurría, y así como eran inmunes a la magia y al manifestar caótico de Niamh, no lo eran a los días, los meses y los años.
Shonagh, desde el infinito, observó lo que era el tiempo, y el efecto que tenía sobre sus criaturas, y comprendió que, haciéndolos inmunes a lo que consideraba el estigma del caos, solo los había hecho vulnerables, más débiles a las intrigas de Niamh.
De forma que Shonagh, habiendo aprendido de todo aquello, utilizó sus conocimientos sobre el universo y sobre el caos, y con todo ello, creó a los humanos.
El agua erosionó la tierra que les daba forma, el fuego la transformó en carne, y el viento les insufló la vida que haría latir sus pechos.
Los creó ignorantes, vacíos de todo conocimiento, como campos vírgenes a la espera de que el mundo los instruyera a voluntad. Viendo que a los seres mágicos que Niamh había creado no les afectaba el tiempo, Shonagh decidió otorgarles la capacidad para manipular la energía generada por el caos, y por lo tanto, la capacidad de hacer magia.
Pero Niamh era antigua y sabia, y sus conocimientos habían crecido en el transcurso de las eras. Supo que eran vulnerables, y utilizando su poder, proporcionó a los humanos sus sentimientos. Les dio el amor y el odio, la ira, la envidia y la avaricia, la pereza, la lujuria y el orgullo, tornándolos tan volubles como el caos que manipulaban.
Shonagh vio lo que había sido de sus criaturas, y reconociendo su error, quiso intentarlo de nuevo.
En crear a esos nuevos seres tardó siglos, que ocupó en observar las tierras de Erin y a sus habitantes. Los longevos enanos, con su fuerza y su amor por la tierra y la roca, creando tesoros a partir de los minerales más extraños que podían encontrar. Y los humanos, ávidos del conocimiento que les había sido negado, evolucionando con lentitud, multiplicándose y poblando el continente al completo.
Cuando creyó Shonagh que por fin estaba preparado, de su orden interior creó a los elfos. Creó sólo a cuatro parejas, macho y hembra, otorgando a cada una conocimientos sobre un elemento concreto. Les dio capacidad para comunicarse entre ellos, permitiendo que aprendieran los unos de los otros y formaran un pueblo unido que no se distanciara por guerras ni disputas.
Los hizo mágicos en sí mismos, pero sin capacidad para manipular el caos, de forma que Niamh tampoco pudiera manipularles a ellos. Permitió que el tiempo alterara sus vidas, pero de forma tan leve, tan sutil, que fuese apenas perceptible para cualquier otro ser mortal.
Creó a la criatura perfecta.
Y entonces llegó Niamh, y les dio libre albedrío.