jueves, 16 de diciembre de 2010

El coleccionista de Sueños

El Armario

El apartamento estaba vacío. Vacío y sucio, como si nadie en décadas hubiera pasado por allí. Ajadas cortinas de gruesa tela, agujereadas por las polillas y los roedores que campaban a sus anchas por las habitaciones, dejaban filtrar tenues rayos de luz al espacio desierto que se abría ante ellas.

Pese al caos y al desorden, el viejo dueño del edificio habría jurado con la mano en la biblia que todas las semana, sin falta desde hacía años, el alquiler del 8º F aparecía puntual en su puerta, los Domingos por la mañana.
Siempre.

Del cuarto lleno de mugre que en algún momento había sido la cocina, una sombra alta y delgada, cubierta por una larguísima capa de tela negra con capucha, salió con paso lento, apoyando su peso en un bastón de nudosa madera.
Caminaba despacio, con el rostro tapado hasta la nariz, el cabello blanco y lacio cayendo en cascada hasta sus hombros.

Sin prestar importancia a la casi sólida oscuridad que reinaba en el piso, o a las telarañas que habían invadido la totalidad de las paredes de escayola, la misteriosa figura cruzó la habitación desértica, levantando enormes nubes de polvo allí donde ponía los pies.

Con tranquilidad y calma, el anciano se paró erguido en una esquina, apartando con una delicadeza inaudita la araña que colgaba del techo, frente a él. Con dificultad, se agachó para dejarla en el suelo, observándola corretear tan lejos como sus minúsculas patas le permitían antes de levantarse de nuevo y encarar la pared.

Prácticamente inapreciable, cubierto de polvo y gravilla, un pequeño armario de metal permanecía semioculto en aquella zona del apartamento. Era el único mueble presente en toda la casa.

El encapuchado extrajo una diminuta llave de plata de los pliegues de su túnica, la metió en la cerradura y giró suavemente hasta oír el chasquido de los engranajes. Las puertas se abrieron solas.
El interior estaba dividido en dos partes, justo por la mitad. A la izquierda, un colgador que apenas le llegaba a la altura del pecho, exhibiendo varias perchas con capas y túnicas idénticas a las que llevaba puestas. En la derecha, apenas dos baldas con algunas fotografías y un par de cajones chapados en aluminio.

La huesuda mano del anciano acarició el marco de uno de los cuadros y lo empujó con cuidado hacia el fondo del armario. En la estancia vacía, hizo eco el ruido de las poleas al girar.
Tras las ropas del colgador, la pared metálica comenzó a ascender de forma torpe, luchando contra el óxido de las guías y arrancando chirridos de los laterales, hasta dejar a la vista una pequeña entrada a un pasadizo oscuro y estrecho. Escaleras imposiblemente inclinadas desaparecían en la negrura del pasaje, descendiendo hasta donde alcanzaba la vista.

No muy lejos de la puerta oculta, una antorcha de cristal transparente colgaba de la pared. El hombre la agarró con fuerza en el puño, y un fulgor tenue iluminó el pasillo frente a él.
Cerrando el mueble a sus espaldas, el encapuchado comenzó a bajar las escaleras paso a paso, piso tras piso, hasta llegar a una profundidad casi equivalente a los sótanos del edificio.

La habitación que se extendía entonces ante el anciano estaba repleta de estanterías, cada una de ellas repleta de cientos de esferas de vidrio, del tamaño del puño de un niño.
Colocó la antorcha de cristal en uno de los soportes de la pared, y el brillo mágico que despedía se desplegó inmediatamente hacia la media docena de artefactos idénticos que ocupaban atriles a lo largo del ancho cuarto.

A la luz sobrenatural de los cristales, en las miles de esferas alineadas por las distintas baldas comenzó a surgir una niebla, desde el mismo centro hasta llenarlas por completo. En algunas, el humo era blanco como la nieve, en otras gris, y en las menos, negro como el carbón.

Eran sueños, y pesadillas, de toda una vida como viajero errante.
Sueños de niños, de jóvenes y de adultos, de viejos. Ilusiones, pesadillas que quitaban el aliento con solo acercarse a observar su esencia.
Toda clase de fantasías y ensoñaciones encerradas en aquella habitación.

El anciano se acercó a una de las estanterías más alejadas de la puerta de entrada, y colocó con cuidado dos nuevos orbes en sendas bases de plata grabada.

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